La igualdad como un valor de la democracia

Hoy nadie discute si hay otro sistema político moralmente superior a la democracia; si acaso, se le critican sus deficiencias o sus bajos rendimientos. 

A esa democracia a la que todos aspiramos, se la vincula fundamentalmente con el concepto de la libertad, que podemos defender como el principal valor siempre y cuando se den dos condiciones como afirmó el teórico liberal John Rawls en su Teoría de la Justicia: condiciones culturales, sociales y económicas favorables para su ejercicio y junto a ello, un gobierno democrático con la “voluntad política” de hacer justicia. 

Porque la justicia, entendida como la posibilidad de que todos los individuos tengan las mismas oportunidades, es necesaria para que esos mismos individuos puedan ejercer sus libertades.  

Eso nos lleva al otro valor de la democracia, la igualdad, no siempre considerada como esencial y hasta cuestionada por quienes la asocian con las banderas de los proyectos igualitaristas que han derivado hacia la pesadilla de los totalitarismos de izquierdas.

Al mismo tiempo, es la democracia, como forma de gobierno, la que ha ido creando cada vez más expectativas individuales de educación, de salud, de trabajo, de información. Es decir, de todo lo que un individuo puede necesitar para vivir mínimamente bien y que lo posibilita para ejercer la libertad. 

En la medida en que estas expectativas no son satisfechas, muchos se sienten desencantados sin entender que es en el proceso mismo de la democracia donde se pueden rectificar o evitar los resultados injustos. 

Con esto quiero decir, que no es acabando con la democracia o sustituyendola por un proyecto igualitarista, homogeneizador, que será posible resolver las inconsistencias y desigualdades entre las aspiraciones de los ciudadanos y su realidad insatisfecha, pero tampoco puede esperarse que por el hecho de vivir en una democracia esas se resolverán solas. 

Victoria Camps señala, “las desigualdades y las discriminaciones no se remedian solas, por virtud y gracia de una mano invisible, ni se resuelven tampoco garantizando únicamente las libertades políticas”.

Las libertades políticas a las que se refiere Camps, son las que están en el corazón de toda democracia, que incluyen, de acuerdo a Robert Dahl al menos las siguientes: elección de los cargos públicos, en elecciones libres, imparciales y frecuentes; la libertad de expresión; la libertad de poder acceder a fuentes alternativas de información; la autonomía de las asociaciones; y una ciudadanía inclusiva. Y para que esa libertad se ejerza, debe existir igualdad política, pues de ella la democracia deriva su legitimidad para gobernar un Estado.

Esto es así por dos razones. La primera, que todos los seres humanos poseen igual valor intrínseco, que nadie es superior a otro, y que al bien y a los intereses de cada persona se les debe brindar una igual consideración. Es lo que Amelia Valcárcel denomina la igualdad como “equipotencia”, que reconoce en un mismo rango de cualidades a sujetos que son diferentes. 

El segundo presupuesto es que entre los adultos no hay personas que estén intrínsecamente mejor calificadas que otras para gobernar (por ejemplo, los hombres, que ocupan la mayoría de los cargos de poder político y económico) y que por ello merecen que los demás ciudadanos (y en el ejemplo, las ciudadanas) les otorguen la autoridad total de gobernar el Estado. 

Así que lo mínimo que puede exigir cualquier ciudadano, es que existan las condiciones mínimas para conocer las alternativas de políticas públicas que existen y sus consecuencias probables (con lo cual se necesita que se disminuyan las desigualdades de acceso a la educación, al acceso a la información relevante) de manera que las decisiones se tomen de manera informada para decidir sobre lo que más le conviene a cada quien, con independencia de su conocimiento de cada uno de los tantos temas que se someten a la deliberación y decisión ciudadana.  

De eso se trataría la igualdad política, no tan solo de una mera igualdad formal de derechos políticos, sino de una igualdad sustantiva o real.

Si, como afirma Dahl, no hay personas que estén intrínsecamente mejor calificadas que otras para gobernar, pero en la realidad a las mujeres, que son la mitad de la población, se les niega la posibilidad real de detención del poder, la igualdad política como principio está falseada en la práctica de las democracias. Esa es tan solo una de las muchas discriminaciones que se manifiestan igualmente en lo familiar, lo social, lo cultural o lo económico.

El liberalismo político no elimina todas las diferencias que lesionan derechos. Para atenuar esas diferencias hacen falta políticas de compensación, no para uniformizarnos, sino para dotar a todas y todos de derechos, oportunidades y condiciones que nos permitan ejercer plenamente, libremente, la ciudadanía, así como de poder reconocer lo que realmente nos interesa, nos conviene y podemos lograr. 

Hace falta, entonces, una redistribución desigual de ciertos bienes básicos, lo que no garantiza un estado social justo, pero al menos sí una mayor igualdad en la distribución del poder, una mayor igualdad de participación en las decisiones públicas, un peso igual a los intereses de mujeres y hombres, todos ellos elementos que se ajustan a los requisitos de la democracia. 

La igualdad, entendida de esta forma, es intrínseca a la democracia. Y todo ello nos lleva a afirmar que una democracia en la que las mujeres no tengan acceso por igual a los cargos donde se toman las decisiones de políticas públicas que les conciernen, es una democracia incompleta. Sin mujeres, no hay democracia.

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